domingo, 13 de marzo de 2016

LOS VIAJES EN EL TIEMPO

Una serie en nueve capítulos sobre una novela nefra de King. Un viajero del tiempo que intenta salvar a Kennedy.



Un sueño que idealiza el pasado o el futuro. Los viajes en el tiempo. Poder corregir tantos errores, muchos de los cuales que no nos dejan dormir cada noche.
Volver al espacio tiempo del ayer donde, tal vez,  tus padres ni se habrían conocido y tú no existirías y no podrías alterar el tiempo ni crear este hoy. Y si alcanzaras el magma pasado, fundiéndose en tu parentesco, consumirías aire y comida de otros, matando a gente del futuro; entre otros a  ti mismo porque, de no estar asegurada tu existencia, no habrías viajado al pasado. Es un imposible.
De igual modo, recorrer la línea recta superando a la velocidad de la luz para viajar al futuro, desde la relatividad del tiempo, alteraría tu estado celular, matándote, porque es imposible llegar al sitio de todos, el mañana, desde la integridad física del presente. Y si lo consiguieses no podrías retornar. ¡Sueños!.




Más allá de la física y de sus imposibles, si existiese una cuarta dimensión en algún remoto lugar del pasado al que pudiéramos acceder sin que nadie nos pudiera observar o escuchar y aunque nosotros no pudiéramos alterar nada, un mundo paralelo que nadie garantizaría en estabilidad, aún así, se transformaría en terrorífico el tiempo pasado.
Al otro lado del hoy en sentido retroactivo, estoy convencido que entraríamos en un páramo sobrecogedor, donde no nos reconoceríamos ni a nosotros mismos o a nuestros mismos familiares; entraríamos en una carretera perdida, solitarios, incomprendidos, atenazados de miedos. Tomando conciencia de la magia descalabrada de un idealizado ayer; sabiendo de los engaños; penetrando en la violencia y traspasando las verdades desoladoras que un día creímos sobre aquel paraíso que nunca existió.


Volver al pasado no nos haría felices o creer en él sino que su visión delante de nosotros irradiaría un poderío óptico intranquilizador al comprenderlo  en directo.
La última novel de King versa sobre esto, dentro de una cochambrosa hamburguesería, desde una puerta en el almacén, se puede viajar insólitamente al pasado. Y tal vez... poder cambiarlo, reseteando lo acaecido.
Desde ese agujero negro se escabulle un profesor de instituto a aquella América de finales de los 50, cinco años antes del magnicidio de Kennedy, para cumplir el deseo  del amigo y propietario del local en el que se encuentra la brecha cósmica, de poder salvarlo y de impedir que Oswald disparara a JFK, si es que lo hizo.
Loables deseos. Desentrañar el pretérito de lo que realmente sucedió aquel día y especular sobre cómo sería el mundo si JFK continuara con vida. Poder salvar a Kennedy o a Luther King. El impedir las reyertas raciales de los 60. Conseguir detener las guerras criminales de aquella década igualmente, restituyendo una paz y concordia  a la humanidad que nunca debió perderse.


Tanto en cine como en literatura es muy complicado esto de narrar con suspense viajes temporales. Y tanto más en un autor que narra como nadie las pesadillas y los horrores fantasmales de varias generaciones, King, al tener que especular con la historia de aquella Norteamérica anterior y presente al mandato del televisivo y carismático Kennedy. No es simple manipular el pasado sucedido, las consecuencias pueden ser imprevisibles, aunque todo esté bajo control. Sobre todo cuando se indaga para modificar parámetros donde se conectan la CIA, el FBI y la mafia, en un irresoluto magnicidio.
Algo muy embarrado en su ciencia-ficción porque, Lee Harvey Oswald, podría no haber sido el culpable o el único culpable. Una peripecia y una aventura, que vivirá por cinco años el viajero en el tiempo, Jake Epping, los anteriores a aquel 22 de noviembre de 1963, cuando en Dallas era asesinado John Fitzgerald Kennedy.


Siempre he pensado que volver al  tiempo pasado allá donde se encuentre hibernado, respecto a los que aún continúan en ese tiempo incierto para ellos, discurriría con una superioridad tramposa al jugar con cartas conocidas de antemano y sucesos ya gestados en el éter. ¡No sé si sería tan lineal, y sugestivo!.
No me fío. Aterrizar en una espacio ya conocido como era la orgullosa época de Eisenhower, desde el futuro, sin misterios, donde podemos prever todo lo que va a pasar, hasta el final, como en un buen filme, poder vacilar con eso que ya se ha vivido, puede dar un giro inesperado y sorprendente por ser precisamente algo tan atípico y ensoñado.
El volver a los 50. Es atractivo pero no se si acumula tanto glamour. El incrustarse en el polvo volcánico del nuevo tema de  Elvis, el “Kid Creole” de 1958. Aburrirse entre sus desfasados contoneos sensuales o burlarse de aquel énfasis prohibitivo de los puritanos que contemplaban el rock como algo pernicioso.


Embarullarse con aquellos abigarrados coches de brillantes cromados que procuraban una sensación de lujo y emociones entre los que manejaban elegantes coupes como, por ejemplo, Chrysler Town & Country Newport  o aquellos Ford de elástico embrague que hacia que el zapato chocara contra nada sino la alfombrilla, recordaríamos los de hoy y no nos supondría alguna emoción sino incomodo.
Eso sí, sería potente ver el descarnado baseball genuino de su tiempo, donde los jugadores golpeaban como jabatos con su bate y los defensas buscaban la pelota bateada y con poderío visual eliminaban al jugador que bateó o a otros corredores.
Las hamburguesas de seguro ya no son como eran las de  esa intemperie a la que nos desplazaría el tiempo. Tal vez nos resultaran mas mazacotes por su carne de supuesta ternera más grasienta y embadurnada en abundante pan rallado, aderezada de mostaza y servida en panecillos de cerveza de densa e indigesta miga.


¡Los 50!. Es el pasado, y no toda en él sería inocencia o laxitud, aunque la viéramos con  ojos postpunk, creando unos arquetipos fantasiosos y facilotes de lo ocurrido.
Era la época del temor escatológico a la explosión nuclear. De revivir aquella década, contemplada desde lo sucedido y conocido, sería irrisorio para el viajero del tiempo, pero el temor que destilaba el armamento nuclear en cada bando hacía sudar a aquellas gentes pensando en la destrucción terráquea. La época de los misiles cubanos; del maletín nuclear; del Teléfono Rojo. El mundo de entonces revivía el final de un Japón  y pensaba en el espanto de la bomba nuclear de fisión, según les decían, mucho más temibles que cualquiera otra de hasta entonces.
No era un tiempo plácido y delicioso basándose en el  rock and roll, la ostentación de la riqueza, los vehículos escaparate de una grandilocuente industria automotriz  y no era verdad la mitificación en un technicolor americano. Era gris, con mucha contaminación urbana y mucha insalubridad del medio ambiental. No era la colonia de moda ni la gomina lo que olía en el aire, sino el dióxido de sulfuro, mientras las partículas de carbón tiznaban las caras. Las atmósferas eran densas, plomizas con un olor picante nada salubre. Todo se compraba, se vendía; se publicitaba hasta convencer de que no debía faltar en tu vida y que debías elevar el consumo. Cuando tanto tenías y eras consecuentemente. Tiempos de muchas insatisfacciones y de muchos marginados y en el cual había mucho tísico.


A esa época nos acercaríamos sin mucha convicción romántica. El volver al pasado para  salvar a Kennedy. Estar allí reconociendo una trama ya vista por televisión y descubriendo en la hora exacta, en el momento justo, a los asesinos reales que apretaron el gatillo. 
Rememorar una época ya sucedida perdiendo libertad porque todo estaba ya escrito. Enamorarte, que es lo más grande, de quien nunca comprendería que vienes del futuro y que en la época de la que procede tu amor ya no existes o eres una anciana. La necesidad y el poder de la verdad que es capaz de atravesar años luz y cambiar la historia natural  para dar con ella. El gran misterio del tiempo, imbricado en el día a día, inexorable, anestesiado, pero tal vez almacenado en otra dimensión.

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