Una serie en nueve capítulos sobre una novela nefra de King. Un viajero del tiempo que intenta salvar a Kennedy.
Un sueño que idealiza el
pasado o el futuro. Los viajes en el tiempo. Poder corregir tantos errores,
muchos de los cuales que no nos dejan dormir cada noche.
Volver al espacio tiempo del
ayer donde, tal vez, tus padres ni se
habrían conocido y tú no existirías y no podrías alterar el tiempo ni crear
este hoy. Y si alcanzaras el magma pasado, fundiéndose en tu parentesco,
consumirías aire y comida de otros, matando a gente del futuro; entre otros
a ti mismo porque, de no estar asegurada
tu existencia, no habrías viajado al pasado. Es un imposible.
De igual modo, recorrer la
línea recta superando a la velocidad de la luz para viajar al futuro, desde la
relatividad del tiempo, alteraría tu estado celular, matándote, porque es
imposible llegar al sitio de todos, el mañana, desde la integridad física del
presente. Y si lo consiguieses no podrías retornar. ¡Sueños!.
Más allá de la física y de sus
imposibles, si existiese una cuarta dimensión en algún remoto lugar del pasado
al que pudiéramos acceder sin que nadie nos pudiera observar o escuchar y
aunque nosotros no pudiéramos alterar nada, un mundo paralelo que nadie
garantizaría en estabilidad, aún así, se transformaría en terrorífico el tiempo
pasado.
Al otro lado del hoy en
sentido retroactivo, estoy convencido que entraríamos en un páramo
sobrecogedor, donde no nos reconoceríamos ni a nosotros mismos o a nuestros
mismos familiares; entraríamos en una carretera perdida, solitarios,
incomprendidos, atenazados de miedos. Tomando conciencia de la magia
descalabrada de un idealizado ayer; sabiendo de los engaños; penetrando en la
violencia y traspasando las verdades desoladoras que un día creímos sobre aquel
paraíso que nunca existió.
Volver al pasado no nos haría
felices o creer en él sino que su visión delante de nosotros irradiaría un
poderío óptico intranquilizador al comprenderlo
en directo.
La última novel de King versa
sobre esto, dentro de una cochambrosa hamburguesería, desde una puerta en el
almacén, se puede viajar insólitamente al pasado. Y tal vez... poder cambiarlo,
reseteando lo acaecido.
Desde ese agujero negro se
escabulle un profesor de instituto a aquella América de finales de los 50,
cinco años antes del magnicidio de Kennedy, para cumplir el deseo del amigo y propietario del local en el que
se encuentra la brecha cósmica, de poder salvarlo y de impedir que Oswald
disparara a JFK, si es que lo hizo.
Loables deseos. Desentrañar el
pretérito de lo que realmente sucedió aquel día y especular sobre cómo sería el
mundo si JFK continuara con vida. Poder salvar a Kennedy o a Luther King. El
impedir las reyertas raciales de los 60. Conseguir detener las guerras
criminales de aquella década igualmente, restituyendo una paz y concordia a la humanidad que nunca debió perderse.
Tanto en cine como en
literatura es muy complicado esto de narrar con suspense viajes temporales. Y
tanto más en un autor que narra como nadie las pesadillas y los horrores
fantasmales de varias generaciones, King, al tener que especular con la
historia de aquella Norteamérica anterior y presente al mandato del televisivo
y carismático Kennedy. No es simple manipular el pasado sucedido, las
consecuencias pueden ser imprevisibles, aunque todo esté bajo control. Sobre
todo cuando se indaga para modificar parámetros donde se conectan la CIA, el
FBI y la mafia, en un irresoluto magnicidio.
Algo muy embarrado en su ciencia-ficción porque,
Lee Harvey Oswald, podría no haber sido el culpable o el único culpable. Una
peripecia y una aventura, que vivirá por cinco años el viajero
en el tiempo, Jake Epping, los anteriores a aquel 22 de noviembre de 1963,
cuando en Dallas era asesinado John Fitzgerald Kennedy.
Siempre he pensado que volver
al tiempo pasado allá donde se encuentre
hibernado, respecto a los que aún continúan en ese tiempo incierto para ellos,
discurriría con una superioridad tramposa al jugar con cartas conocidas de
antemano y sucesos ya gestados en el éter. ¡No sé si sería tan lineal, y
sugestivo!.
No me fío. Aterrizar en una
espacio ya conocido como era la orgullosa época de Eisenhower, desde el futuro,
sin misterios, donde podemos prever todo lo que va a pasar, hasta el final,
como en un buen filme, poder vacilar con eso que ya se ha vivido, puede dar un
giro inesperado y sorprendente por ser precisamente algo tan atípico y
ensoñado.
El volver a los 50. Es
atractivo pero no se si acumula tanto glamour. El incrustarse en el polvo
volcánico del nuevo tema de Elvis, el
“Kid Creole” de 1958. Aburrirse entre sus desfasados contoneos sensuales o
burlarse de aquel énfasis prohibitivo de los puritanos que contemplaban el rock
como algo pernicioso.
Embarullarse con aquellos
abigarrados coches de brillantes cromados que procuraban una sensación de lujo
y emociones entre los que manejaban elegantes coupes como, por ejemplo,
Chrysler Town & Country Newport o
aquellos Ford de elástico embrague que hacia que el zapato chocara contra nada
sino la alfombrilla, recordaríamos los de hoy y no nos supondría alguna emoción
sino incomodo.
Eso sí, sería potente ver el
descarnado baseball genuino de su tiempo, donde los jugadores golpeaban como
jabatos con su bate y los defensas buscaban la pelota bateada y con poderío
visual eliminaban al jugador que bateó o a otros corredores.
Las hamburguesas de seguro ya no son como eran las de esa intemperie a la que nos desplazaría el
tiempo. Tal vez nos resultaran mas mazacotes por su carne de supuesta ternera
más grasienta y embadurnada en abundante pan rallado, aderezada de mostaza y
servida en panecillos de cerveza de densa e indigesta miga.
¡Los 50!. Es el pasado, y no
toda en él sería inocencia o laxitud, aunque la viéramos con ojos postpunk, creando unos arquetipos
fantasiosos y facilotes de lo ocurrido.
Era la época del temor
escatológico a la explosión nuclear. De revivir aquella década, contemplada
desde lo sucedido y conocido, sería irrisorio para el viajero del tiempo, pero
el temor que destilaba el armamento nuclear en cada bando hacía sudar a
aquellas gentes pensando en la destrucción terráquea. La época de los misiles
cubanos; del maletín nuclear; del Teléfono Rojo. El mundo de entonces revivía
el final de un Japón y pensaba en el
espanto de la bomba nuclear de fisión, según les decían, mucho más temibles que
cualquiera otra de hasta entonces.
No era un tiempo plácido y
delicioso basándose en el rock and roll,
la ostentación de la riqueza, los vehículos escaparate de una grandilocuente
industria automotriz y no era verdad la
mitificación en un technicolor americano. Era gris, con mucha contaminación
urbana y mucha insalubridad del medio ambiental. No era la colonia de moda ni
la gomina lo que olía en el aire, sino el dióxido de sulfuro, mientras las
partículas de carbón tiznaban las caras. Las atmósferas eran densas, plomizas
con un olor picante nada salubre. Todo se compraba, se vendía; se publicitaba
hasta convencer de que no debía faltar en tu vida y que debías elevar el
consumo. Cuando tanto tenías y eras consecuentemente. Tiempos de muchas
insatisfacciones y de muchos marginados y en el cual había mucho tísico.
A esa época nos acercaríamos
sin mucha convicción romántica. El volver al pasado para salvar a Kennedy. Estar allí reconociendo una
trama ya vista por televisión y descubriendo en la hora exacta, en el momento
justo, a los asesinos reales que apretaron el gatillo.
Rememorar una época ya
sucedida perdiendo libertad porque todo estaba ya escrito. Enamorarte, que es
lo más grande, de quien nunca comprendería que vienes del futuro y que en la
época de la que procede tu amor ya no existes o eres una anciana. La necesidad y
el poder de la verdad que es capaz de atravesar años luz y cambiar la historia
natural para dar con ella. El gran
misterio del tiempo, imbricado en el día a día, inexorable, anestesiado, pero
tal vez almacenado en otra dimensión.
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