sábado, 29 de junio de 2013

La garganta del juez Roy Bean/ Por Texas y la señorita Lili! / En Memoria de Rogelio Hernández


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Yo era un niño cuando por primera vez en el cine escuché a Rogelio Hernández. Lo hacía poniéndole la voz a un excéntrico y talentoso "Hortensio", Víctor Spinetti, tramposamente disfrazado de profesor de música, camino con "Petruchio" hacia la casa de Bautista, para aleccionar en el arte del amor a "Blanca", Natasha Pyne, en “La mujer indomable”. Lejos estaba yo de suponer que, unos años después, coincidiríamos en doblaje y dándole un premio por nuestra APEI, en 1994, en aquellos días maravillosos del Hotel Portomagno (Aguadulce-Almería) con mi muy querido amigo, hoy fallecido compañero de radio San Sebastián, Paco Sáez.
Amaba el doblaje y fue el sucesor de Juan Manuel Soriano, actor del primer doblaje del “Robin de los bosques” de Curtiz, desbordando el corazón y poniéndole extravagancia folclórica al justiciero Errol Flynn. Puso un calcado exabrupto rugoso a un solitario naufrago en el asfalto de una vida parisina, Paul, Marlon Brando, hombre espectro de una miseria claudicante, en “El último tango en París”, de Bertolucci. Lució la garganta de un juez pícaro, jurado y ejecutor de su ley en un territorio sin ella, obsesionado nostálgicamente por la vida y el tiempo de una artista, "Lili", en “La vida y el tiempo del juez Roy Bean”, de John Huston.
Era más alto y algo más joven que Paul Newman, tenía más atractiva la voz, más masculina y unos ojos azules casi como el actor Cleveland. No era muy modesto pero si discreto y le gustaba la pesca. El pelo, abundante, era semicanoso y su cuerpo sin apéndices ni curva de la felicidad. Con su cálido aliento rasposo, inolvidable, supo hacerles hablar a los actores originales como ningún otro. Siempre reivindicó al actor que ponía su voz al gesto de otras figuras que se movían dentro de la pantalla. Y durante casi 55 años, desde Madrid y Barcelona, fue cada día un personaje diferente en un oficio muy difícil y meritorio. Y el último día del año, a los 81 años, se nos ha marchado a donde no existe el sabor de los días, para interpretar otros papeles sin tener el problema de visitar al laringólogo.
Poco antes de desplazarse a Madrid, este catalán que supo de lo que era fue hambre, había comenzado a trabajar en el teatro, en Madrid, y de ahí descubrió el doblaje, trabajando en los estudios de “SAGO-EXA” y “FONO ESPAÑA”.
De aquella época de fructífero aprendizaje, había interpretado casi como despedida a Tom Tryon, “Mahalon”, en “La historia de Ruth”, al lado de dos inmensos del doblaje de ese tiempo: Carmen Morando, casi en el final de su carrera y Ángel María Baltanás, un donostiarra insobornable, un vasco cañón que llegó, vio y triunfó en Madrid. Aunque hay que relatar de la etapa madrileña que su papel favorito fue Martín, el malogrado Jeffrey Hunter, aquel outsider huérfano que desplegaba alas frente a John Wayne, en “Centauros del desierto”. Sin olvidar el buen oficio al siniestro Herbert Loom, en “El quinteto de la muerte”.
Fue Joaquín Soler Serrano, un gran entrevistador y periodista de calle en los medios de comunicación de Barcelona, quien confió en él y le promocionó para que su Ciudad le tuviera un día como el más grande. Y no se equivocó Joaquín.
Fue entonces, en aquel año de 1962, cuando Rogelio, ya en Barcelona, interpretó a un extraño Holms, Eddie Arent, en “La puerta de las siete cerraduras”. Era ya muy bueno en el arte complejo de leerle los labios a los actores y aprender de la expresión de una mirada en los mismos, para saltar desde un atril y seguir al original haciéndose pasar por él. Hoy, es el más grande del doblaje que ha habido.
Rogelio se volcó en Barcelona en esta arduo trabajo de sincronía interpretativa, perfeccionándose hasta hacer trabajos memorables. Por aquel entonces fue cuando intimó con Rosa Guiñón, Julie Andrews, su brujita “Mary Poppins” de la que no se despegó ni en los trabajos cotidianos de doblaje, compartidos por estas dos grandes estrellas, como en el magnífico “Cortina rasgada” de Sir Alfred. Así como replicándose como almas perdidas y corazones solitarios, Montgomery Clift y Marilyn Monroe, en “Vidas Rebeldes”.
Rosa era el bomboncito más apetecible para algunos compañeros de promoción que la deseaban locuelamente, y no le perdonaron en muchos años que aquel pizpirteto bromista, fantasioso y encantador, candoroso y locuelo de Rogelio, antiguo cobrador de recibos para sobrevivir y cuya única halterofilia era estirarse en la cama por la mañana, se llevara al altar a una chica excepcional. Rosa lo es.
Fue un “crack” leyéndoles sus sentimientos a las grandes estrellas a través de las labiales intermedias. Mujeres inmensas a las que les dio un idilio versátil en su vida de actor. Con la nostalgia por el paso de la vida, como a Ava Gardner, en “El Juez Roy Bean”. Mediante la pureza de sentimientos a Shirley MacLaine, Jack Lemmon, en “El apartamento”. Asombrosamente en la audacia genial de quien se hace pasar por un magnate supuestamente impotente, Tony Curtis, para conquistar a la curvilínea Marilyn, en la imperecedera “Con faldas y a lo loco”. Embadurnado en la golfería de quien se retracta sutilmente ante una buena chica, despejando despechos y negruras, como Michael Caine a Shelley Winters, en “Alfie”. Atrevidamente, con incoherencia y delirio, Peter Sellers, a Lesley-Anne Down, en “La pantera rosa ataca de nuevo”. Con apasionado exotismo sin futuro a Tarita, un insumiso y rebelde Marlon Brando, en “Rebelión a bordo”.
Se diversificaba mucho, aunque por su impronta vocal solemne le encargaban a actores de carácter y dramáticos a los que redondeó interpretativamente. El memorable Richard Harris de “Cromwell”. El fanático cura fanático, Per Oscarsson de “El último valle”. El lunático Scorpio, Andy Robinson en “Harry el sucio”. Cuando recreó con su voz al impulsivo, caprichoso, irascible, juerguista y mujeriego Rey Enrique, Peter O´Toole, en “Becket”. Así como en las dieciocho ocasiones, desde aquel “El cartero llama siempre dos veces”, en las que puso voz meticulosa a los alardes gestuales, las poses artificiosas y los gestos chocantes de Jack Nicholson. Fue sin duda el mejor Paul Newman, hablando a través de su rostro bien perfilado, cargado de connotaciones eróticas, de su boca femenina y de sus ojos cristalinamente azul increíble. El más advenedizo arlequín, Michael Caine, que se “salía”, en “La huella”. Todos de carácter: James Caan, Robert Duvall, Roy Scheider, Gary Grant, Belmondo, Cassavettes, Shariff, Bogarde, Hopkins, Gene Kelly, Troy Donahue en “Una trompeta lejana”, Krüger. Fue Emiliano Zapata. Comió “La gran Bouffe”. Estuvo en “La estación Polar Cebra” y en “La carga de la brigada ligera”. Y en “El bunker”, con Hitler, en un gran trabajo a Anthony Hopkins. Luchando entre aquellas gentes enfundadas de violencia, cumpliendo con honradez de sheriff Brando en aquel descomedido drama justiciero de Arthur Penn. Escenificó una parodia disparatada, sincronizando a un delirante Gene Wilder, en un homenaje al mito clásico con la divertidísima “El jovencito Frankenstein”. Sin obviar, más propios de un Rogelio muy divertido y desenfadado, cautivándonos por sus dotes para una comedia sin perversión, en la interpretación de aquel bromista caído en tragedia, “Mercuchio”, John McEnery, en “Romeo y Julieta”, de Franco Zefirelli.
Le molestaba la ignorancia sin malicia que hacía que algunos se asombraran de cómo, Clark Gable, hablaba tan correcto castellano con su voz genuina, obviando el doblaje reputado que hicieron Rafael Luis Calvo y Manuel Gómez.
Aunque en el feliz anonimato de un desconocido, se encontraba muy a gusto entre los suyos, admirado y muy envidiado, lo que no obviaba para que le sacara de quicio que no se valorara, por público y prensa, su meritoria labor al inmaduro de culo inquieto Belmondo o sus desgarros en Brando. Ha sido el mejor de todos. Hablar de él, como decía la añorada Concha García Valero, eran “palabras mayores”.
Un día un periodista joven le preguntó si era difícil morirse con la voz en el cine. Rogelio Hernández le respondió rasgadamente y sin concesiones. Era más fácil versionar la caricatura que interpretar estar natural, que hacer de volverse loco o fenecer. De hecho, en la ficción, solía comentar que le era cómodo morirse.
Y ha fallecido. También el tiempo pasó por el invisible actor e hizo mella en él. Había nacido el día de navidad de 1930. Su segundo apellido era Gaspar, como un Rey de la Epifanía llevado por una constelación a Belén. Habló con las estrellas y en estos días estrellados de fin de año, se lo han llevado los astros. Espero que las galaxias le reconozcan, ahora, lo felices y más clarividentes personas que nos hizo con su muy valioso quehacer casi secreto para el gran público.
Seguro que si existe el otro lado echará en falta a su familia y esposa, Rosa Guiñón. Con ella ya no podrá convivir y trabajar en doblaje. Nunca pudo existir el uno sin ella; ella sin él. Juntos desde cuando en aquella Barcelona cálida de los 60, donde las parejas se bañaban en el sol dulce de invierno paseando por Montjuïc, cuando ella comprendió que, Rogelio, era el hombre de su vida; me lo dijo ella misma.


PD: Hoy, después de año y medio de su fallecimiento, Rosa Guiñón, continua muy apenada y no se hace  a la idea.

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