Me
alegra muchísimo la decisión por la cual, Ramón Ibarra, por enrolarse en PV, dejara “colgado” el
papel de Juan Mari Bandrés, en el filme sobre Mario Onaindía: “El precio de la
libertad”.
Sabia
decisión que, de no ser encaminada en esta dirección, nos hubiera privado de
una interpretación, una de las mejores de la televisión en los últimos 20 años. La
del célebre “Raimundo Ulloa”. Un vasco en "Puente Viejo".
A la
postre, con todo respeto ya que, yo, también
conocí y entrevisté a Juan María Bandrés en muchísimas ocasiones, y
escribí sobre su tormentoso tiempo y vicisitudes políticas, la vida de Bandrés
y Onaindía interesa menos, hoy, que “El secreto de Puente Viejo”. ¡Sin duda
alguna!. Por eso yo escribo sobre PV y no sobre la patria.
Fue el
primer personaje que contemplé en PV y me interesó muchísimo. Estaba ciego y
poco conocía de su vida televisiva hasta entonces. No suelo hablar de mucho de él,
de su actor: Ramón Ibarra. Pero no por desprecio, en absoluto, al contrario, alabo su encomiable interpretación sobre un personaje de lujo que lo defiende
vehementemente.
Con
Ramón me pasa como con la familia más cercana, que la tienes muy asumida por
valiosísima y no le das ese protocolo asiduo por habituales. Tal vez porque es vasco
como yo y parece que, cómo que estamos en casa, que somos de la parentela, que
nos conocemos sobradamente, obviando
que escribimos para los demás. ¡Perdón!.
Su
personaje,“Raimundo”, es absolutamente “barojiano”. De hecho, PV, absorbe mucho
de la novela abierta de Don Pío. Es como la corriente de la historia, como el
río de PV, fluye en capítulos sin principio ni fin y acaba en cualquier otra
trama que recupera un distinto interés. Todo unido por episodios dispersos,
unidos, sin más unión que el guión pero siempre con un personaje central y
principal.
“Raimundo”
está como pez en el agua en este esquema. Pero es que, además, y sin desmerecer
a actores otros, este papel sobre un linaje ancestral de un escéptico e inadaptado, anticlerical suave que
se opone bravamente al modelo caciquil impuesto en la España caótica de la
Restauración, le pinta en poker de ases a Ramón.
“Raimundo”
nunca necesitó vender su alma al diablo por un plato de “gachas”, en aquella
época en la que se defendía en público la virtud, mientras que, en privado,
reinaba el vicio, la ocultación y el crimen. Se sentía vivo en su
independencia, en su anarquía obligada, como ser literario opuesto a la sociedad
en la que vivía.
Y es que
“atrapa” enormemente, cada tarde, este personaje, el más cultísimo de la
serie. No sé si se habrán inspirado en
Baroja para construirlo, pero así reza
en ateo.
Es como
aquellos memorables inadaptados de las novelas de Don Pío, en medio de una
aterradora impotencia, pero con una energía capaz de atravesar los siete mares
para cambiar una sociedad, que saben
que acabarán en un tormento de frustración, aniquilados física o moralmente, que
serán fagocitados por el sistema. ¡Ese es mi mejor “Raimundo”!.
Los
mejores momentos de Raimundo son aquellos en los que, abatido, sobrevive como
el ave Fénix. Ni los mayores pesimismos sobre un mundo en el que lo mejor es
morirse, subyugan al aventurero que hay en él. No cree en el ser humano y en poco más. Por lo tanto, no
hay solución para la vida y lo único que resta es marcarse en el
individualismo y pelear hasta la
claudicación final.
Tiene
esa referencia ilustrada que tanto gustaba a la generación del 98, de vena
juvenil hipercrítica e izquierdista que acabaría en un tradicionalismo sobre el
ayer y el hoy, con toda su patina progresista y de discursos tertulianos con
los que, nunca, antes o ahora, se han curado las realidades afrentosas de
este país.
“Raimundo”
se mueve entre lo miserable y lo falso y aparente de PV. Cree estar en la
vejez, quemando los últimos cartuchos tras su derrota. Su cultura ha sido pasto
de incomprensiones y de venganzas. Lo perdió todo por el odio que le tenían los
caciques, por ser diferente.
Fue
dantesco en amores apasionados que nunca resultaron aunque se consumaron en un
hijo. Se enamoró apasionadamente de una mujer que resultó ser una desgraciada
en amores y a cuyo único amor, “Ulloa”, jamás conseguiría. Un ser tortuoso,
frío y calculador, inteligente y perverso, que se transformó en una demente
asesina, acaparadora de lo único que le estaba permitido en vida, dinero que
no-amor. La relación con la "Montenegro", una gran actriz, María Bouzas, rezuma, como en las grandes tragedias griegas, la naturaleza apocalíptica del hombre y de su destino trágico que, en ocasiones, quiere ignorar.
Pero,
“Ulloa”, tiene siempre algo que le queda: su fuerza vital, su escepticismo, su
honorabilidad y coherencia, la lealtad y.. ¡Al pan, pan y al vino, vino!.
En ese
pueblo corrupto y plagado de secretos nauseabundos tiene sus amigos y congenia
con y hasta el paternal cura “Don
Anselmo”, un cura que parece postconciliar.
Perdió
infortunadamente a su ser más querido, una buena mujer, Natalia, lo único con
sus hijos que, aún, no le habían arrebatado los terratenientes. Y el infortunio
le llegó en tragedia, al perder a su hijo, criminalizado por deudas acumuladas.
Aunque recobró a otro con él que ya se identificaba por sibilinos lazos de
sangre.
Ramón es vasco
auténtico y, a diferencia mía o de otros vascos que tenemos rasgos menos definidos, tiene aura de vasco nobletón. Como
“Zalacain” aventurero partió allende mares y volvió con proyectos y tramas que
le retorcieron su regreso. Tuvo su “Mayorazgo de Labraz ”. Se bateó en “La lucha por la vida”. No pudo retener su
“Casa de Aitzgorri”. Su amor es una “Dama errante” y errada en demasía. Sus
memorias son “Las memorias de un hombre de acción” y en su “Camino de
perfección” acabo cuasi derrotado por no decir envenenado al tajo.
Discreto
y enardecido, cabreado como buen vasco cuando se comete una injusticia, vasco
noble de aquella época al que se le abren muchas puertas pero cierran otras
muchas más. El que nunca se toma licencia para resultar vano o arrogante.
El mejor
y más tangible Raimundo es el familiar, con su hijo del amor con “Francisca”,
“Tristán”, con su hija adoptada y
yerno. El que desvela el corazón limpio y que refunde lo que al final es la
vida: el calor de los seres queridos alrededor de uno, de la familia que ha
crecido y que cobija al bello anciano en el que se va transformando uno...
porque todo los demás son cantos de sirenas y sonidos ramplones, aburridos,
reiterativos y que te dejan vacío porque, la vida, sin la familia de
“Raimundo”, es una estafa.
¡Larga
vida a “Raimundo”!
José
Ignacio Salazar
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